Caímos un martes a la mañana en la terminal de Rosario. Poder tocar el piso ya nos hacía feliz y estar con nuestro amigo rosarino, Ema, todavía más.
Nos teníamos que quedar en la casa de sus abuelos, en Funes, un pueblo hermoso a las afueras de la ciudad.
Allí, Olga nos recibió con toda esa alegría y cariño que al parecer solo tienen las abuelas. Olga, Miguel y Sergio nos trataron demasiado bien. Nos dejaron colocar nuestro palacio (la carpa) en el patio del fondo y en todo momento estaban atentos si necesitábamos algo.
Ema resultó ser un muy buen guía turístico. Recorrimos mucho, muchísimo ese primer día. Caminamos por el Parque España, un lugar precioso para quedarse a tomar mate (nosotros estábamos sufriendo porque no lo habíamos llevado); nos llevó para ver el Monumento histórico Nacional a la bandera que al final no vimos nada porque lo estaban remodelando. De allí nos fuimos a la plaza 25 de Mayo desde donde Ari sacó unas fotos muy buenas de la Basílica “catedral de Nuestra Señora del Rosario””
Todo nos resultaba precioso. A simple vista Rosario daba la sensación de ser esas ciudades donde su gente es consciente de que es linda. Tiene un encanto como pocas. Lograron conservar sin problema su arquitectura antigua en un ambiente moderno y renovado que encaja a la perfección con los rosarinos.
A pesar de la cantidad de personas yendo de un lado a otro, la limpieza se conserva en las calles, en las veredas, en cualquier sitio. Todo colorido. Puestos de comida en cada esquina (¡con Ari probamos Chipas y un Carlitos!) y ver a la mayoría de las personas con termo y mate nos hizo sentir como en casa.
Nuestro recorrido ese día no terminó allí, paseamos un montón por la peatonal que, no estoy segura de cuantas cuadras dura pero sí puedo decir que son muchas.
Los cinco días que estuvimos allí fueron agitados excepto uno que lo tomamos para no hacer absolutamente nada. En una tarde nos conocimos la Plaza San Martin, Sarmiento, El Rosedal, el Jardín Francés, el Parque de la Independencia (mi favorito, por lejos) y toda la Av.Pellegrini.
Se disfrutaba poder caminar de un lado a otro, aunque sí es verdad que la compañía de un local ayuda un montón a orientarse y no parecer un turist.
Funes es otra cosa. El pueblo más lindo y más cómodo en el que me ha tocado estar por el momento. Hasta su vida nocturna parece una contradicción entre el movimiento y la calma constante. Con faroles enormes y redondos decorando de lado a lado las veredas, este pueblito encanta desde el primer momento que pones los pies allí. Además, a pocos metros tienes el tren que pasa todos los días. Hermoso.
Como broche de oro (y como no nos estuvieran tratando lo suficientemente bien) fuimos invitados al cumpleaños número 80 de Olga, la abuela de Ema. Por lo que el viernes a la noche nos encaminamos al lugar un restaurante llamado “La Favrika” que nos encantó al primer instante. Antiguo trabajo de Ema, él se tomó su tiempo en saludar y ponerse al dia con todos los presentes mientras que Ari y yo nos acomodamos en una mesa con sus padres, Laura y Claudio. Ambos son maravillosas personas, estuvimos charlando de un montón de cosas hasta que Ema nos llevó a la cocina del lugar. Allí conocimos a Sergio, un cocinero Uruguayo que lo había cruzado hasta Argentina en bote cuando era chico.
Conversamos, muertos de la risa por todas las cosas que se hablaban dentro de esa cocina y decimos marcharnos sin que antes Sergio nos envolviera uno a uno en un abrazo de esos que transmiten más que mil palabras. Salí descolocada de emociones de esa cocina. Era demasiado. Que toda la familia nos tratara como si nos conocieran de toda la vida, vernos en una fiesta sin sentirnos incómodos o fuera de lugar. Todo el mundo atento. Todos queriendo saber de nosotros. Olga nos preguntaba a cada rato como pasábamos cuando era a ella a quien había que preguntarle.
Esa misma noche me sentí querida, y agradecida por todo esto que no sabía que podía llegar a tener.
Nuestro último día fue sábado y toda la familia de Ema nos sorprendió con un asado “a lo rosarino” que estaba riquísimo. Terminamos la tarde cantando al ritmo de la guitarra que tocaba Ema o Valentino, su hermano. Charlamos un montón, intercambiamos bandas de música y terminamos juntando la merienda con el almuerzo hasta casi el atardecer.
Por último nos fuimos a las vías del tren donde respiré el aire más puro como pocas veces lo he hecho y la paz… la paz que se siente en ese lugar no te lo quita nada ni nadie.
Tengo mil cosas que decir, pero esto sería demasiado extenso por lo que me quedo con este pedacito de lo que fue nuestra experiencia en una de las ciudades más lindas que vi.
Gracias a Ema, nuestro guía y amigo fiel. A sus padres Laura y Claudio. A Valentino que toca genial la guitarra. Sus abuelos y tio Olga, Miguel y Serio. A Sergio el cocinero que se emocionó al vernos. Y hasta Homero el labrador divino que nos alegraba las tardes.
Gracias, Rosario.